“Un interesante observatorio de la carrera estaba, sin duda, en Arrecifes, en el cruce de las rutas 8 y 51. Y allí se concentró numeroso público, deseoso de ver a los automovilistas en plena carrera, en el vértigo de la velocidad, ya cerca de la meta, en el último, en el supremo esfuerzo. Público de la ciudad, de Buenos Aires, y de Arrecifes y de los pueblos de alrededor. En automóviles, camiones, carros, sulkis, motocicletas, bicicletas y a caballo, pues el paisanaje, el del campo tranquilo, también asomó a las carreteras, a presenciar el paso de la furia mecanizada, llegaba la gente en busca de sitio, del mejor lugar posible para satisfacer la curiosidad. La mayor expectación estaba centrada en la curva, la vuelta cerrada que debían dar los corredores para pasar de la ruta 8 a la 51, rumbo Carmen de Areco, a Luján. Ir hasta Arrecifes significaba anticiparse a dar la bienvenida a los devoradores de distancias, que en pocos días han cruzado montañas, pedregales, caminos serpenteantes entre selvas, una amplia panorámica (…).”
Tadeo Taddia
Más adelante, el cronista perfecciona su pintura ya con el paso de los protagonistas de la gran carrera:
La curva y el puente de tierra
En la curva estaba concentrada gran parte de la apasionadota curiosidad, que halló en otra parte, en el puente próximo a la estación de Arrecifes, un magnifico minarete. Y desde la curva hasta el puente, a ambos lados de la ruta 51, largas filas de público dispuesto al aplauso, a las aclamaciones, atento a los movimientos de un hombre, el encargado de marcar el rumbo a los corredores, de señalarles con una bandera en el cambio de camino.
Cuando esa bandera fue agitada por primera vez -a las 15.19-, desde la curva hasta el puente, en ese espacio que hasta entonces había estado poblado de rumores, cábalas y comentarios, se hizo el silencio, adquiriendo su máxima intensidad la expectación. Los que primero vieron el número quebraron, rompieron la tensión de alerta de toda la masa humana avizorante, gritándolo:
-¡El 54!... -¡El 54!... -¡El 54!
Y luego el nombre del volante:
-¡Juan Gálvez!
Puede decirse que tres eran las principales interrogaciones presentes, latentes a ambos lados de la ruta: una, en busca del ganador de la etapa; otra, inquiriendo quién obtendría el segundo puesto, pues a esta altura de la carrera ya se daba por descontado el triunfo total de Oscar Gálvez, y la tercera se refería, precisamente, a éste: “¿Cuándo pasará?...”
Al ver pasar a Juan Gálvez, en le puente de Arrecifes, por el afán de dictaminar, de pontificar que crea estar en la altura, mucha gente ya predijo que sería el ganador de la etapa.
Otro coche a la vista:
-¡El 13!...
Seguidamente, como antes, el nombre del piloto:
-¡Musso!
A unos cien metros, siguiendo al número 13, en persecución que encendió el entusiasmo del público, el coche número 99, coreando la muchedumbre el apellido del conductor:
-¡Marcilla!... ¡Marcilla!
El paso de Eusebio Marcilla dio origen a una nueva pregunta: “¿Y Víctor García?...”
Pero esta pregunta no estuvo mucho tiempo en el ambiente, pues pronto fue sustituida por una exclamación, pronto multiplicada desde la curva hasta el puente:
-¡Oscar Gálvez!... ¡Oscar Gálvez!... ¡Oscar Gálvez!...
La carrera tenía así, en Arrecifes, una coincidencia evocadora de la simetría: en cuarto puesto, el piloto del coche número 4.
Por último, y siempre en relación con el paso del Gran Premio por Arrecifes, el cronista amplía con sentido poético, el paisaje:
La rebeldía de la tierra
“Eran las 15.17 cuando Oscar Gálvez pasó bajo el puente de Arrecifes. En este punto ya había decrecido el interés de la prueba, pero sin que desapareciera, pues resurgía, aunque ya no con intensidad, al paso de los volantes populares -Ángel Pascuali, Tadeo Taddia, Fernandino…-, y tuvo un momento de nueva explosión de entusiasmo cuando, a las 15.56, apareció el coche Nº 4, de Víctor García. A partir de este instante mucho público abandonaría sus puestos de observación, los sitios buscados en este estratégico, en este interesante lugar de Arrecifes, en el que se corta el asfalto, como si la tierra fuera demasiado brava y se resistiera al dominio de la reciedumbre. La rebeldía de la tierra era la que esperaban muchos de los que se situaron a ambos flancos de este tramo de la ruta 51, y sobre todo las gentes de a caballo, los hombres que llegaron hasta allí desde las estancias y para los que esos 400 metros de tierra mojada, ablanda por la lluvia de la noche anterior, resultaban una interesante aprueba de habilidad. Cuatrocientos metros. Exactamente, la distancia, el ‘tiro’ de algunas carreras cuadreras. Pero sus caballos, tenían que reconocerlo, no hubieran podido correr en una pista así. Sus caballos, no; pero los paisanos que estaban en Carmen de Areco (sic), los del pago donde la tradición gaucha es un culto, pensaron una vez más en los mejores del mundo: los de Don Segundo Sombra.”
Eusebio Marcilla
Agradecimiento: a Carlos Marconi, que guarda estas páginas del diario La Nación, desde el 1º de diciembre de 1947.
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